sábado, 12 de enero de 2008

Casas Viejas, 75 Años Después de la Tragedia...Por Welu

La antigua sede de la CNT, en la que se fraguó el levantamiento anarquista, es hoy un bar cerrado. El cuartel, una residencia familiar, con geranios y madreselvas que desbordan las jardineras. La geografía de la tragedia, salvo por alguna referencia intemporal resulta prácticamente indistinguible. Pero su huella persiste, despiadada y tenaz, en la memoria colectiva de toda una generación.

No fue más que un terrible desastre parte de la «heróica ingenuidad» de los insurrectos. Pensaban que el día 8 todos los anarquistas de España se habían levantado contra el Gobierno y la oligarquía para instaurar el comunismo libertario, tal y como sus enlaces de la CNT les habían asegurado que ocurriría. El agente responsable de avisarles de que la intentona se había frustrado abruptamente no cumplió con su misión, y unos 200 campesinos salieron a la calle, a primera hora de la mañana, armados con azadas y escopetas, para sumarse a una revolución que no existía.

Tras un breve intercambio de disparos, dos guardias civiles resultaron heridos. Alertados por el corte de las líneas telefónicas, la guarnición de Medina envió refuerzos. Ahí comenzó la doble masacre. Es cierto que había una orden explícita de sofocar la rebelión e incluso de arrasar las chozas en las que se refugiaran los anarquistas.
La tapia desde la que disparaban los jóvenes es, tres cuartos de siglo después, una hilera de bancos de hierro forjado y azulejos. La principal azotea en la que se apostaron cambió radicalmente su fisonomía décadas más tarde, cuando sobre el solar se construyó la Casa Nueva de los Espina –una de las pocas familias pudientes del pueblo–. En la actualidad, completamente remodelada, pertenece a los herederos del que fuera veterinario de la comarca, José Romero Bohollo.

Linde arriba, subiendo la empinada calle Nueva, había un mirador de piedra, cubierto de retamas y espinos, donde las fuerzas de asalto plantaron una ametralladora. Desde esa estratégica posición, los guardias tenían vista general del barrio Tortuosa, de las casas humildes, morunas, y las calles mal empedradas con guijarros. Allí estaba la choza de Seisdedos, rodeada por el esqueleto ruinoso de un corral: un muro precario, comido de musgo y ortigas, que tocaba, a su vez, con un patinillo vecino en el que se después se apilarían una cama de hierro, hoces rotas y aperos de labranza.

Dentro, el refugio definitivo de los últimos insurgentes, no medía más de dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho.

Seisdedos era un carbonero enfermo, que ni siquiera participó activamente en el levantamiento, pero la propaganda anarquista y la imaginación de Ramón J. Sénder, lo convirtieron en un mártir necesario para la causa.

Sus hijos y yernos sí habían tomado las armas. Cuando a las dos de la tarde los guardias civiles de Alcalá entraron por la calle principal haciendo fuego indiscriminadamente, corrieron a refugiarse en la choza.

En la única habitación trasera de la vivienda se escondía María Silva, la joven de 18 años que pasaría a formar parte de la hagiografía pagana de la CNT con el sobrenombre de La Libertaria.
Tenía todos los ingredientes para convertirse en leyenda, hija de anarquista, superviviente, luchadora, que se casó con un intelectual y murió fusilada.

El capitán, harto de la resistencia obcecada de los Seisdedos, ordenó incendiar la choza. María y su primo Manuel García Franco salieron de improviso y los guardias, despistados, no acertaron a cazarlos. Detrás, Manuela Lago y Francisco García Franco intentaron repetir la hazaña, pero fueron acribillados en la misma puerta. Rojas, enfurecido, gritó entonces a sus números que «detengan a cualquier sospechoso y peguenle dos tiros en la barriga».

Sobre la pertinencia o no de construir un hotel sobre el solar de la choza en la que se consumó el drama, se ha escrito mucho. Lo cierto es que, en la efeméride exacta de sus 75 años, la polémica Fonda Utopía permanecía cerrada por vacaciones. Y en lugar en el que se calcinaron los huesos de las víctimas, hoy crecen margaritas y jaramagos, a la espera de que empiecen las obras de la futura sede de la Fundación.

Amanecía el día 12 de enero de 1933 cuando comenzaron los fusilamientos. A las 6 y media de la mañana se oyó el sonido recio y oscuro del primer disparo. La luz cruda del invierno marcaba los perfiles de las vaguadas y los peñascos. Las torcaces levantaron el vuelo hacia la Sierra, y los campesinos se miraron en sus casas fijamente, sin hablar. El pueblo entero se llenó del turbio olor de la pólvora. Y también de aquel miedo, preciso, inapelable, que reverberará, para siempre, en el coto desolado de la Historia.


WELU para "From Lost To The River"


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